Tanto se ha hablado y escrito en estos días sobre el inicio del curso escolar en Cuba y la alegría desbordante que se respira ante la llegada del mismo, que anoche no podía dejar de pensar en las tantas caras sonrientes y el alboroto que veía en la TV, en las redes y hasta en los niños y jóvenes de mi barrio tras el primer día de clases.
Algunos ya contaban anecdótas curiosas sobre nuevos amigos, maestros, la nueva aula, los libros, las asignaturas y hasta los cambios en lo salones de clases, deportes y recreo. Otros iban corriendo hacia la casa al final de la jornada para terminar de arreglar sus libretas y libros, forrarlos, identificarlos y alistarlos para el otro día.
Este ha sido un día feliz. Y ya en la noche recordé que había muy cerca de mí un gran libro que narraba de forma magistral el inicio de una temporada escolar en un lejano país, en Italia, y muchos años atrás. Se trata de uno de los primeros apuntes que el padre de Enrique, el protagonista y autor del diario que conocemos como Corazón, le dedica a su hijo, mientras le cuenta las emociones y la importancia de llegar a una nuevas etapa escolar, a una escuela y compartir, aprender, vivir nuevas experiencias para la vida.
Historia ficticia o no, Corazón es de esos textos que nunca te abandonan, siempre te guían, te enseñan y acompañan sin importar la edad, el paso del tiempo, las circunstancias de la vida, el lugar donde te encuentres. Es un libro sin fronteras. Por eso lo busqué, lo releí y quise compartir con uds este fragmento, que quizás sin pretenderlo, pudiera expresar también el sentir de un padre cubano por estos días y ser un camino abierto, una reflexión, un consejo útil, una inspiración o más bien, una exhortación para los niños y jóvenes que hoy llegan a nuestras escuelas.
Les dejo entonces para disfrutar y aprender, este capítulo de Corazón:
"La
escuela
Viernes,
28
Sí,
querido Enrique, el estudio te resulta pesado, como dice tu madre; no te veo ir
a la escuela con la resolución y la cara sonriente que yo quisiera. Aún te
haces algo el remolón. Pero mira, piensa un poco en lo vana y despreciable que
sería tu jornada si no fueses a la escuela. Al cabo de una semana pedirías de
rodillas volver a ella, harto de aburrimiento, avergonzado, cansado de tus
juguetes y de no hacer nada provechoso.
Ahora,
Enrique, todos estudian. Piensa en los obreros, que van por la noche a clase,
después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del
pueblo, que acuden a la escuela los domingos, tras una semana de fatigas; en
los soldados, que echan mano de libros y cuadernos cuando regresan, rendidos,
de sus ejercicios y de las maniobras; piensa en los niños mudos y ciegos que,
sin embargo, también estudian; y hasta en los presos, que asimismo aprenden a
leer y escribir.
Cuando
salgas por las mañanas de tu casa, piensa que en tu misma ciudad y en ese
preciso momento van como tú otros treinta mil chicos a encerrarse por espacio
de tres horas en una habitación para aprender y ser un día hombres de provecho.
Pero
¡qué más! Piensa en los innumerables niños que a todas horas acuden a la
escuela en todos los países; contémplalos con la imaginación yendo por las
tranquilas y solitarias callejuelas aldeanas, por las concurridas calles de la
ciudad, por la orilla de los mares y de los lagos, tanto bajo un sol ardiente
como entre nieblas, embarcados en los países surcados por canales, a caballo
por las extensas planicies, en trineos sobre la nieve, por valles y colinas, a
través de bosques y de torrentes, subiendo y bajando sendas solitarias
montañeras, solos, o por parejas, o en grupos, o en largas filas, todos con los
libros bajo el brazo, vestidos de mil diferentes maneras, hablando en miles de
lenguas. Desde las últimas escuelas de Rusia, casi perdidas entre hielos, hasta
las de Arabia, a la sombra de palmeras, millones de criaturas van a aprender,
en cien diversas formas, las mismas cosas; imagínate ese tan vasto hormiguero
de chicos de los más diversos pueblos, ese inmenso movimiento del que formas
parte, y piensa que si se detuviese, la humanidad volvería a sumirse en la
barbarie. Ese movimiento es progreso, esperanza y gloria del mundo.
Valor,
pues, pequeño soldado de semejante y colosal ejército. Tus armas son los
libros; tu compañía, la clase; toda la tierra, campo de batalla; tu victoria,
nuestra victoria, significará el establecimiento de una paz verdadera, la
comprensión entre todos los hombres, la civilización humana. ¡No seas, hijo
mío, un soldado cobarde!"
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