A la memoria de Frank País García y todos los mártires caídos por la Revolución
Santiago nunca más sería la misma. Su gente lloraría por
siempre la caída de uno de sus hijos más queridos, un joven radiante de salud,
energía y patriotismo, dispuesto a darlo todo por el derecho a la vida que
soñaban.
Su mirada penetrante y directa, algo pícara, pero meditando
siempre y su sonrisa sencilla y halagadora, harían de Frank, al decir de los
que lo conocieron, uno de los muchachos más atractivos de su tiempo. A la vez,
resaltaba su inteligencia, su decisión, su entrega sin límites a los sueños que
defendía y veía pisoteados por manos asesinas hasta la saciedad.
No importó entonces a esas manos, desgarrarlo de su vida, de
su entorno, de los años más luminosos y de un futuro prometedor como tanto
había querido. No pudo ver entonces desde aquel 30 de julio, la luz enorme que
se abriría a su pueblo, aún mojado en lágrimas por su ausencia.
Frank sería desde entonces, otro nuevo camino hacia la
libertad, otro impulso para alcanzar el destino que ya habían trazado sus
ideas, sus palabras, sus acciones, su sangre. Tras él, muchos otros se irían a
vencer los nuevos desafíos, sin importar los riesgos, la magnitud de los
obstáculos, la incredulidad de los débiles.
Santiago no volvería a ser la misma. Lloró, sí, lloró, como
si de las entrañas de una madre se hubiese arrebatado un hijo. Pero ahí estaría
él, para siempre, en el fuego abrazador y ardiente del sol de su ciudad, en la alegría de su
gente linda, en la hospitalidad de su ciudad enorme, en la fuerza con que
seguirá dando frutos como él, en la heroicidad con que acoge el futuro. Por eso
y mucho más: Santiago, siempre es Santiago.
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