Un día conocí su historia, o al menos parte de ella. Los medios de comunicación me la habían contado, como podían o querían, como mejor les pareciera o la entendieran. Sus amigos, familiares y compañeros de lucha hablaban de él como de alguien muy cercano a todos, un ser humano muy especial.
Después lo vi muchas veces por la televisión, lo escuché en las más disímiles tribunas y estuve cerca de él en la Plaza de la Revolución en la capital cubana, en la Universidad de La Habana, en el Aló presidente que trasmitió junto a nuestro Fidel desde mi tierra pinareña, allá por Sandino, en el extremo más occidental de Cuba.
Leí también mucho sobre él. Lo vi ir y venir a esta tierra y convertirse en parte de nosotros, en un hijo más de este pueblo. Pero confieso que nunca lo conocí realmente, como cuando tuve en mis manos por primera vez el libro que después llegó a convertirse en uno de esos textos de cabecera que nos acompañan siempre, en un amigo y consejero inseparable, al que tienes que volver una y otra vez.
Los Cuentos del Arañero llegaron a mí desde sus primeras líneas e ideas, aun cuando apenas era un gran empeño de sus autores y casi se culminaba su primera edición. Cuando lo tuve en mis manos y leí sus primeras líneas supe entonces quién fue Hugo Chávez, dejé de verlo solo como un estandarte, y lo acerqué a mí como quien arrima a un niño ya crecido, entrado en años pero increíblemente capaz de hacer reír, de cantar, de bailar, de contar anécdotas.
En cada una de sus páginas sentí una emoción especial, porque cada una traía una historia de vida diferente, y a la vez, la misma, la del pequeño travieso de Sabaneta convertido en un luchador incansable por la justicia, por la soberanía y la dignidad de su pueblo, que ya se había cansado de ser saqueado y de esperar.
Tras el enorme esfuerzo que implicó trasladar cada anécdota contada en un lenguaje muy coloquial en el espacio habitual que el entonces presidente Hugo Chávez hablaba a su pueblo cada domingo, o en actos, tribunas improvisadas, recorridos por el país, con los Cuentos del Arañero se puede llorar, reír, reflexionar, entender, vislumbrar un camino trazado de mucho sacrificio y convicciones profundas de futuro.
Por eso cuando hace apenas unos días vi el anuncio por algunos medios digitales venezolanos de la salida al aire por la cadena TeleSur de estos cuentos en formato de animación, especialmente dedicados a niños y jóvenes, no pude resistirme a buscarlos y disfrutar al menos en primicia, por las redes, de los primeros cuatro capítulos.
En ellos reencontré nuevamente al arañero que salía a vender por todas partes los pequeños dulces hechos por la abuela, que creció junto sus padres maestros y sus hermanos en una casa de piso de tierra y árboles de muchas frutas, rodeado de maizales y muchas palomas blancas. Vi a la abuela Rosa Inés regañar a Hugo y decirle que el diablo estaba suelto, y regañarlo junto a los demás pequeños, quienes trepaban las ramas más altas y se lanzaban de ellas.
Vi pasar a Don Mauricio Herrera en su bicicleta para apagar la planta del pueblo y comprendí que eso significaba que se debían encender las velas o los faroles de queroseno en aquellas casas humildes. Oí hablar del Chávez del antepasado que se fue con el general Zamora y no regresó, y de la bisabuela Inés, hija de un africano de la que se hablaba en todo el pueblo porque parecía “tan despampanante” y a la que todos miraban cuando pasaba.
Entendí el orgullo del pequeño Hugo por su raíz africana y la alegría con que imaginaba ser un hombre de la selva, saltando de árbol en árbol como Barú. Conocí a la virgen de la soledad que –según la abuela- cuidaba la casa cuando no había nadie y su admiración y cariño por el tío Ramón, aquel que lo había salvado de ser comido por una culebra tan grande, que después de muerta y colgada del techo, llegaba hasta el suelo.
Supe también que fue la abuela Rosa la que despertó en el pequeño su pasión la lectura y la escritura, y a quien pedía que le contara historias antiguas de la familia, porque fue ella en realidad su primera maestra. Después recibió clases de su padre, su maestro en la escuela del pueblo, quien le revisaba las tareas varias veces y a quien el niño le reclamaba justicia por sus enormes exigencias. “Cuando no saques un 20 considérate raspa’o”, le decía.
De él aprendió a absorber las enciclopedias que llevaba a casa, en cuyas páginas un día se encontró una sugerencia que marcaría su vida para siempre: pensar en todo lo que hacía.
En uno de estos capítulos animados vi como el pequeño Hugo regresó un 31 de diciembre de los últimos años a ese lugar en que creció y allí se unió a su hermano Adán y a toda la familia, con quienes no pasaba un fin de año, juntos todos, hacía ya algún tiempo. Allí jugaron la partida de dominó de la tarde y brindaron por el presente y el futuro, por lo que pudo y no fue, por lo que debía ser Venezuela y lo sería.
El día primero de enero fueron a una finquita que tenía su papá y jugaron bolas criollas, y el entonces presidente conversó con su nieta – ya una adolescente- sobre las veces que la vio correr por aquellos mismos senderos en que el creció y se forjó como hombre de bien, de raíz profundamente humanista y solidaria.
Después de ver estos capítulos en animados, reencontré al Arañero que me regalaron las páginas de un libro, hace ya poco más de un año.
Pensé entonces en mi hijo, en los peques de hoy y de mañana, en el homenaje eterno que debemos darle al mejor amigo de Cuba, al hombre esencialmente bolivariano, martiano, latinoamericano, que amó la tierra en que nació y la defendió desde su raíz.
Y aplaudí que tantos hoy se esfuercen por recoger y divulgar su pensamiento y su obra. Y agradecí desde la humildad de una joven cubana y revolucionaria de estos tiempos, acercarme nuevamente a este hombre y reencontrarme con él, con Hugo, porque al fin y al cabo, esta es su historia.
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